segunda-feira, 24 de novembro de 2008

Uma cena de Humberto Bas

"Taimadísimos chancletones...
Yo, el cola de perro (para una hermeneutica de la frase "cola de perro", consultar al en-ciclopé-dico ensayista-escritor y co-cofrade Leonardo Martinez), me sumo a la horda tetranacional con una escenita vaporo-amorosa totalmente inédita y de antigua data.
Saludos efusivos con saudades de los rellenitos de verano y las ensaladas césar.
Atte.
Humberto."
SCENA.

La mujer sostiene la mirada más allá de la cabeza del hombre. Media entre ellos un vaso de cerveza tibia, media taza de café frío y las cenizas de un cigarrillo, que atascado en el filtro, empezaba a arquearse en el cenicero.
La mano del hombre sube difusa y lentamente entre las volutas. Con el reverso recorre los labios de la mujer, sube a sus pómulos y llega a las cercanías de sus ojos. Pero ella y su mirada siguen en la misma postura; sobre él y esperando algo. Entonces el hombre gira la mano en leve supino, y con la punta de sus dedos le corre el flequillo.
Ella se agacha por el cigarrillo.
Lo encuentra consumido.
Ahora la mano, con la palma expuesta se dirige hacía el cuello, se detiene en las cuentitas del aro. La mujer se opone con un mohín y su mirada cae pesadamente en el piso. Busca la cajetilla del Marlboro en la esquina de la mesa. El silencio y el humo forman una bruma estacionada en el bar. La música, liviana, apenas la atraviesa.
La mano del hombre gana y ella termina reclinando la cabeza. Una casi ablución en seco. Nítida la raya que cruza entre su pelo. Recta y blanca se remata en una flor violeta que expande su aroma entre la humareda. Ha reventado una crisálida.
El ambiente se relaja, aunque la lucha sigue.
La mujer recupera posición. Su mirada se vuelve más torva. Los movimientos para soslayar la mano, mas evidentes, menos clandestinos. Sus gestos se reflejan en el murmullo de la gente. Sus ojos drenan violencia y desolación.
Y es entonces cuando la mano del hombre sujeta la de ella y cesa el tintineo de la cucharita contra el platito. También el vaivén fosforescente de la luciérnaga atontada que hacia de cigarrillo.
Todo se torna asfixiante. Ella en un gesto muestra su determinación. Gira hacia el respaldar, toma su bolso y se levanta arrastrando la silla con sus pantorrillas. Una lámpara colgante se bambolea. La silla golpea a un hombre sentado en la mesa contigua. El hombre sale de su expectación, buscando explicación con la mirada. Los ojos de ella no están poblados de respuestas.
Toma la cajetilla del Marlboro, como quien se arregla el pelo y empieza a andar hacia la puerta. No alcanza a pedir permiso que las sillas se retiran de sus pasos. Pero al tomar la cajetilla, al extender el brazo hacia la región más cercana al hombre, cede un flanco inapropiado para la retirada. Y el hombre aprovecha la ventaja ocasional y la toma de la mano. La sujeta mientras ella se aleja. Los brazos se estiran anudados como tosca maroma marinera. La tensión visualiza nudillos y cartílagos, hasta el límite de la dicotomía: arrastrarse o soltarse. La mano del hombre no suelta su mano, y la mujer gira bruscamente. Tambalea. Sus ojos barren el salón y luego chillan sobre los ojos de él. Es la primera mirada franca que le dirige en la noche.
Ella vuelve porque la estira. Él se para. Tienta su cintura. La ciñe con un brazo, con el otro la toma de la nuca y la reclina sobre su hombro. Mientras él hunde su cara en la cabellera el bar vuelve a su rutina.
La música sube su volumen en todos los parlantes.
Humberto Bas
(Neuquén 19/3/93)

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